En esta serie de artículos nos centraremos en la génesis del pensamiento económico moderno cuyas raíces ahondan hasta la Baja Edad Media y, en esta ocasión, continuaremos viendo cómo se ve influenciado por la doctrina eclesiástica.
Enlaces relacionados:
- La Escolástica.
- Santo Tomás de Aquino.
OTROS PENSADORES ECONÓMICOS MEDIEVALES
Los estudiosos modernos han interpretado las ideas de Santo Tomás sobre el justo precio, como algo funcional, esto es, como un instrumento para facilitar la operación del sistema de precios. Según este punto de vista, el valor de las cosas (procedente de la evaluación subjetiva de cada individuo y que se convierte en valoración objetiva al ser la valoración de la mayoría) refleja las cualidades objetivas de los bienes y miden el valor de la utilidad que pueden prestar. Así, la vida social está basada en la especialización del intercambio. Si los productores no reciben un justo precio que cubra su trabajo y gastos, no habría intercambio y la sociedad se hundiría.
Retrato del mercader Gisze, de Hans Holbein el Joven (1532)
Fuente: The Yorck Project / Wikimedia Commons
Fuente: The Yorck Project / Wikimedia Commons
De esta forma, el justo precio llega a ser un instrumento cuyo fin es conservar el orden de la sociedad medieval, con sus estructuras gremiales y sus niveles tradicionales de vida para cada uno de los diferentes grupos, que no deben competir entre sí, y proteger a la sociedad de los monopolistas y de las fuerzas de una competencia incontrolada. El sistema medieval de precios servía como instrumento para estabilizar la distribución de recursos productivos.
En el mundo medieval muchos precios estaban sujetos a reglamentación por parte de las autoridades y las asociaciones gremiales. Cuando era obligatorio tal precio regulado, la adherencia al mismo se consideraba que cumplía con el requerimiento del justo precio. La regulación de precios pretendía, normalmente, poner límites a su crecimiento pero, a veces, también trataba de evitar su desplome fijando precios mínimos.
Por otro lado, la prohibición medieval del interés era contraria a las ideas del Derecho Romano que permitía una tasa del 12% anual en préstamos monetarios y del 50% en préstamos en especie. La doctrina medieval del interés, derivada de las enseñanzas de los padres de la Iglesia, tiene su confirmación en varios pasajes del Antiguo Testamento y en las palabras de Jesús: “presta libremente, sin esperar nada a cambio”. De hecho, en 325 el Concilio de Nicea prohibió al clero el cobro de intereses sobre los préstamos de todas las clases y en 789 Carlomagno prohibió la usura por parte de clérigos y laicos. En 1139 el Segundo Concilio de Letrán expresamente prohibió toda usura. Desde entonces, canonistas y teólogos dieron creciente atención a la usura interpretándola como una violación de la ley natural y de la justicia o como un pecado de avaricia o falta de caridad.
Sin embargo, a fines de la Edad Media, la doctrina escolástica fue aceptando gradualmente una creciente variedad de préstamos a interés. Se fue reconociendo que la entrega de los fondos propios constituye en sí mismo una pérdida y que el dinero en mano tiene para el que lo posee un valor mayor que el dinero futuro. Se reconocía así no solo la figura del daño emergente, sino también la del lucro cesante, originarias de Santo Tomás. Tanto la regla del justo precio como la doctrina de la usura fueron interpretadas en ocasiones como un artificio ideado, no para declarar ilícito el interés, sino para mantenerlo dentro de límites moderados. En el Siglo XIX, las autoridades eclesiásticas dieron su aprobación implícita al cobro de intereses, siempre que estuvieran por debajo de las tasas máximas establecidas por las leyes del país.
Además de Santo Tomás y de la obra de la escolástica, el pensamiento económico medieval tiene otros grandes nombres propios de los que podemos citar a Alexander de Hales, Richard de Middletown y Nicolás de Oresme.
ALEJANDRO DE HALES:
Autor de la "Suma Teológica Universal" en ella escribe sobre los problemas acerca de la propiedad privada, el comercio y el préstamo a interés. Sobre la propiedad privada argumenta que en ciertas condiciones de evolución de las sociedades humanas, bajo las cuales los hombres todavía no se han corrompido, lo natural es que todas las cosas pertenezcan a todos. Sin embargo, en unos grados de desarrollo sociales en los cuales domina la avaricia, resulta muy apropiada la existencia de la propiedad privada porque de no ser así, los hombres honrados sufrirían privaciones mientras que los avariciosos se apoderarían de todos los bienes. Alejandro de Hales concluye que bajo determinadas circunstancias, la ley natural exige la comunidad de bienes, mientras que bajo otras; la ley civil demanda la existencia de la propiedad privada.
Respecto al comercio, para él éste no es malo en sí mismo, sólo es pecado o moralmente castigable cuando es ilícito su campo de actividad y cita dos casos: La trata de blancas y la usura (el hecho de que los cite puede dar una idea acerca de su generalización). También lo considera ilegal o ilícito cuando lo practican personas a quienes se les está prohibido, como era el caso de los clérigos. También sería ilícito si se practicara para acaparar mercancías porque producía una subida de los precios. Es ilícito, añadía también, si se ejercita en lugares destinados a la oración, como la iglesia, porque si no, la iglesia y sus aledaños al ser como era un lugar de reunión para los fieles, también se convierte en un mercado. Pero es lícito y legal cuando su objetivo es ofrecer artículos imprescindibles para el sustento diario, cuando las ganancias se destinan a la caridad; o cuando el mercader transporta las mercancías a lugares carentes de las mismas. Y también, por último, cuando las almacena para evitar su deterioro.
Concluye diciendo que el comercio se halla en armonía con la ley de la naturaleza. Y que solamente es condenable cuando se practica con el único fin de obtener ganancias y en perjuicio de la comunidad.
Respecto a la usura, tan sólo justifica el cobro de intereses bajo una circunstancia, cuando el dinero no se devuelve en la fecha acordada.
RICARDO DE MIDDLETOWN (1249-1302):
Para él, era muy conveniente la existencia de la propiedad privada para promover una vida social laboriosa y pacífica. En cuanto al préstamo con interés participa de los mismos argumentos que Santo Tomás de Aquino y Alejandro de Hales. Sobre el comercio entendía que éste era legal, conveniente y muy necesario a la sociedad.
Ricardo de Middletown, según la Crónica de Nuremberg (1493) Fuente: Wikimedia Commons |
NICOLÁS DE ORESME (1320-1382):
Hasta ahora hemos comprobado que la preocupación de los pensadores medievales hacia el interés (o usura) sin duda alguna les llevó a discutir sobre asuntos relacionados con el dinero. Eso sí, las discusiones monetarias fueron fundamentalmente obras de juristas (no tanto de teólogos), con una excepción, un teólogo francés que sí muestra interés por los asuntos monetarios, Nicolás de Oresme.
Autor de "Origen, naturaleza, derecho y mutaciones de la moneda", en esa obra reflexiona sobre algo muy normal en su época, los desórdenes monetarios consecuencia de las manipulaciones reales. Además, reflexiona sobre los desórdenes de que habían sido responsables los reyes franceses al recurrir continuamente a la falsificación o alteración del dinero. En la época era un derecho inherente a la soberanía (regalía) el de acuñar y manipular moneda. Contra esa práctica Nicolás de Oresme alzó su voz, escribiendo dicho tratado.
Nicolás de Oresme (Traité de l'espere) Fuente: Wikimedia Commons |
Hay que tener en cuenta que el dinero en la Edad Media estaba representado únicamente por monedas. En Europa el papel moneda no surge sino hasta finales del siglo XVII y su aparición refleja los interminables problemas que surgían a causa de las continuas alteraciones del dinero.
La adulteración de la moneda no tuvo su origen en los tiempos medievales, era tan antigua como la moneda misma cuyo valor representado equivalía al valor del peso del metal que la contenía (el valor de un dracma de plata era el mismo que el peso en plata de dicho dracma). Como decíamos, la devaluación de la misma se practicó desde tiempo inmemorial, ya que las autoridades monetarias retiraban en ocasiones las monedas para sustituirlas por otras nuevas de menor contenido metálico. Un ejemplo claro lo tenemos durante el imperio romano, la falsificación y adulteración de la moneda arruinó el dinero romano. A mediados de la Edad Media, en una economía de puro trueque, los deberes feudales se saldaban en especie o en trabajo, por lo que el dinero en esas circunstancias actuaba como unidad de valor o de cuenta ejerciendo escasamente su función de medio de pago. Las obligaciones se estipulaban en términos de moneda pero podían ser satisfechas por la entrega de bienes equivalentes.
La práctica de la adulteración de moneda fue condenada por los canonistas y teólogos medievales así como por los escritores seculares de la época. Daban a este asunto un tratamiento semejante al que los escritores modernos dan a la inflación. Era una abominación que no debía permitirse.
El hecho de que el dinero se componía de monedas, se prestaba a manipulaciones fraudulentas muy graves. La más grave de todas es que las monedas, al ser de oro y plata, lo cual era algo que escaseaba, se facilitaba la alteración del componente de oro y plata que llevaba la moneda. Sucedía entonces que la composición real de la moneda no coincidía con la composición que debía tener, lo que constituía un fraude. En estos casos, los particulares entregaban al Tesoro metales preciosos y, a cambio, recibían unas monedas cuyo contenido en metal era sensiblemente menor.
Al final, fruto de dichas manipulaciones monetarias la composición real de la moneda, el valor extrínseco de la misma, no coincidía con la composición o valor intrínseco que se suponía que tenía.
La fuerza del trabajo de Oresme radica no tanto en sus consideraciones metafísicas o argumentos legales como en el énfasis en los aspectos políticos y económicos de la materia. ¿Por qué Nicolás de Oresme critica estas manipulaciones monetarias? Porque discute que el derecho a la fabricación de monedas deba ser un derecho en exclusiva del monarca, es decir, que sea una regalía de la soberanía real. Entiende que la fabricación de moneda corresponde a la comunidad, no al monarca y lo fundamenta partiendo del principio de la utilidad común. De esta forma, la utilidad constituye la razón por la que se creó el dinero, por tanto, el dinero que circula deberá estar sometido a dicha utilidad. El príncipe tiene, según Nicolás de Oresme, la prerrogativa de la acuñación de moneda en exclusiva, pero en modo alguno es dueño y señor de las monedas que circulan. Con esta afirmación, Nicolás de Oresme evita un peligro: discutir el derecho del monarca a fabricar monedas. Sin embargo, la moneda no puede ser objeto de manipulación y pertenece a aquella persona que la ha adquirido por una venta o a cambio de un determinado servicio, es decir, la moneda pertenece a la comunidad.
Eso sí, Nicolás de Oresme compartía todas estas doctrinas monetarias porque entendía que el sistema monetario nunca debía ser modificado, si no había una necesidad apremiante, o cuando de su posible alteración se derivasen beneficios para el conjunto de la comunidad, no para el rey en exclusiva.
Oresme distingue cinco diferentes tipos de alteración de la moneda: forma, razón bimetálica, denominación, peso, y material. Como regla general, no se permite ninguna de estas alteraciones. La utilidad que el príncipe obtenga de la alteración de la moneda es una pérdida para la comunidad.
Otra de las consecuencias de la devaluación será que “el dinero malo hará desaparecer el bueno” concepto expuesto por Oresme dos siglos antes de que Gresham enunciara su famosa ley. Hay otros efectos indeseables de la devaluación sobre la economía. El tráfico externo e interno se verá dificultado cuando el dinero pierda solidez. Los ingresos determinados en moneda no pueden ser correctamente gravados y valuados. El dinero no puede prestarse con seguridad. El mal ejemplo que dan los soberanos invita a su imitación por los falsificadores.
Para Nicolás de Oresme, el provecho de las devaluaciones era un fraude ya que se realizaba a costa de la comunidad, la única que tiene el derecho a decidir por sí sola cuándo, cómo y en qué manera debe alterarse la moneda. Derecho éste del que jamás debería apropiarse el monarca. He aquí el germen de la idea de que la administración monetaria debe confiarse a una autoridad independiente o, lo que es igual, la autoridad monetaria debe ser distinta a la autoridad política (como ocurre hoy en día).